Érico estaba cansado de
quedarse dentro de casa.
Tenía sólo seis años,
pero deseaba salir,
jugar, jugar al balón
con sus amiguitos, sin
embargo estaba preso en
casa.
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Aquel día era sábado y
no tendrían clase. Como
la madre estaba ocupada
en la cocina, el niño
quedó junto de ella. De
tarde en tarde, él
lloriqueaba:
— Mamá, ¿puedo jugar en
el patio?
— No, hijo mío. Hace
frío allá fuera y tú
andas con dolor de
garganta, ¿lo olvidaste?
— respondió la madre,
firme.
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— ¡Sólo quiero jugar un
poquito, mamá! ¡Prometo
que vuelvo
inmediatamente! |
— El tiempo está para
llover y tú tienes que
cuidarte. ¿Quieres
empeorar, coger una
gripe, y no ir a la
escuela el lunes?
Erico se calló, cansado
de insistir. Sentado en
la sala, él miro para el
acuario, donde un lindo
pececito dorado nadaba
sereno.
Se aproximó más,
observando al pececito,
encantado con sus
movimientos, lo vio
coger unos cebos de
alimento, comiéndolos.
Sin embargo, Érico notó
que el pececito no
estaba contento. Nadaba
de un lado para el otro,
pero no parecía feliz.
Entonces, él preguntó:
— Tú también estás
cansado de estar siempre
ahí dentro, en el mismo
lugar, ¿no es así?
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El lindo peixinho dorado
paró, pareciendo fijar
sus ojos redondos en el
niño que hablaba,
mientras de su boca
salían burbujas de aire.
Érico, tristón,
continuaba hablando con
él: |
— Pues sí, pececito, yo
también estoy cansado de
estar aquí dentro de
casa. Tengo ganas de
andar, jugar, jugar al
balón con mis amigos,
sin embargo mi madre no
me deja salir con miedo
a que yo me ponga
enfermo. ¡Ah! ¡Pero yo
quería tanto salir un
poquito!...
El pez inclinó la
cabecinha, como si
hubiera entendido.
Después, nuevamente
soltó algunas burbujas
por la boca, y Érico
quedó contento. Para él,
el pececito estaba
respondiendo.
— ¡Ah! ¡Tú entendiste!
Con seguridad, también
te gustaría poder volver
para el riachuelo de
donde viniste, ¿no es
así?
En ese momento, Érico
tuvo una idea. ¡Él y el
pececito no podían salir
de casa, pero él, por lo
menos podía andar y, si
quisiera, podría ayudar
al pececito dorado que
estaba preso en aquel
acuario, a volver con su
familia!...
Entonces, Érico no lo
pensó dos veces. Él
sumergió un vaso y cogió
el pececito de dentro
del acuario. Enseguida,
abrió la puerta de la
calle sin hacer ruido y
salió. Sabía que la
madre iba a estar
enfadada, pero él
necesitaba ayudar al
pececito.
En la calle el viento
soplaba fuerte y helado.
Cogiendo, lleno de
cuidado, el vaso con el
pececito, Érico caminó
intentando encontrar el
riachuelo que el padre
un día le había
mostrado.
¡Pero era lejos y Érico
no sabía como llegar
allá! Además de eso, él
ya estaba cansado. El
pececito se meneaba
mucho y el agua caía del
vaso, y el niño decía:
— Ten paciencia,
pececito. Luego
llegaremos donde está tu
familia y tú tendrás
libertad y serás muy
feliz.
Y el niño buscaba andar
más rápido. De repente,
él notó que estaba
nuevamente cerca de su
casa. Sin notarlo, él
había caminado en
círculo.
En eso, él vio a la
madre que venía a su
encuentro, muy afligida:
— ¿Dónde fuiste tu, hijo
mío?!... ¡Estoy
buscandote hace
tiempo!...
Exhausto, pero aliviado
al ver a la madre, el
chico explicó:
— Yo quería llevar al
pececito para quedarse
con la familia de él,
pero no conseguí llegar
hasta el riachuelo.
¡Mira cómo él está
contento, mamá! ¡Él está
saltando de alegría!
Al mirar para el
pececito, sin embargo,
Érico notó que él estaba
parado, inmóvil, en el
fondo del vaso.
— ¿Qué ocurrió, mamá?
¡Él estaba tan feliz!...
Llevando al hijo para
dentro de casa, la
madrecita lo abrazó con
cariño, explicando:
— Érico, tu pececito no
resistió la caminata. Él
necesita de agua, hijo
mío, para poder vivir.
¡Y tú, por el camino,
fuiste derramando el
agua que había en el
vaso!
— ¿Tú quieres decir,
mamá, que él está
muerto?
— Sólo el cuerpecito de
él, hijo mío. Él
ciertamente continuará
viviendo en otra
realidad.
Pero, ahora, necesitamos
enterrarlo.
Érico lloraba por haber
perdido a su amiguito,
pero la madre lo
tranquilizaba afirmando:
— Él volverá para ti.
Vamos a encontrarlo en
otra tienda, de la misma
forma como ocurrió
cuando él vino a vivir
con nosotros.
Sin embargo, el niño se
culpaba por haber
desobedecido a la madre:
— Si yo no lo hubiera
sacado de casa, nada de
eso habría ocurrido. Él
aún estaría jugueteando
en nuestro acuario. Yo
te desobedecí, mamá, y
por eso él murió.
— Es verdad, hijo mío.
Sin embargo, ahora nada
podemos hacer, a no ser
entregarlo a Dios,
nuestro Padre,
agradeciendo el tiempo
que él estuvo con
nosotros. Y, también,
intentar no repetir
nuestro error.
Limpiando las lágrimas,
el niño penso um poco y
respondió:
— Tienes razón, mamá.
Aaaa...tchim!... A
partir de ahora, voy a
ser más cuidadoso con
todo lo que yo hago. Sé
que erré, pues tu me
dijiste que no saliera y
yo desobedecí. Además de
empeorar mi dolor de
garganta, aún causé la
muerte de mi pececito
dorado.
Pero no voy a hacer más
eso. Estoy arrepentido.
Aprendí que, cuando la
mamá da una orden,
tenemos que obedecer,
pues ella sabe lo que
está haciendo. Aaaa...tchim!
— estornudó él de nuevo.
Con cariño la madre lo
abrazó, estando de
acuerdo. Después, colocó
la mano en la cabeza de
él y, viendo que estaba
con fiebre, dijo:
— ¡Ahora, Érico, ya para
la cama antes que esa
gripe empeore! Voy a
preparar un té muy bueno
para ti. Después haremos
una plegaria para
agradecer a Jesús por
haber vuelto tu para
casa.
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Los dos, la
plegaria y el té,
con la ayuda de
Dios irán a
ayudarte a estar
bueno
inmediatamente.
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MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, em
1º/10/2012.)
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