Como tanta gente, Lea y
el hijo salieron de la
ciudad natal
viajando hasta Jerusalén,
en virtud de las
conmemoraciones de la
Pascua, quedando
hospedados en casa de
parientes, que los
recibieron con
satisfacción.
Al día siguiente, según
informaciones que
corrían de boca en boca,
el Profeta se aproximaba
a la ciudad y una
multitud se amontonaba a
la espera de él. Era un
día de muchas alegrías.
El pequeño Josué
caminaba con su madre
por las calles de
Jerusalén, dirigiéndose
al lugar por donde el
Profeta debería pasar.
No tardó mucho, oyeron
el alarido de aquellos
que lo acompañaban. Así,
fue con gran emoción que
Josué vio a Jesús,
montado en un burrito,
cercado por la multitud
que agitaba ramos sobre
las cabezas en señal de
alegría, diciendo
palabras de alabanza.
— ¡Mira, Josué! El
Mesías tan aguardado
por
nuestro
pueblo
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durante
siglos está entrando
victorioso en Jerusalén.
¡Aleluya!
¡Aleluya! ¡Hosannas al
Señor! — gritaba la
madre, feliz. |
Y Josué le repetía las
palabras, con el
corazoncito lleno de
amor: — ¡Aleluya! ¡Aleluya!...
Algunos días después,
haciendo compras en el
mercado, Lea oyó decir
que el Profeta fue
prendido en la noche
anterior por los
soldados romanos. Había
sido juzgado y condenado
a la muerte en la cruz.
Entonces, desesperada,
Lea salió por las calles
a la búsqueda de más
noticias. Encontró una
enorme multitud que se
aglomeraba para ver al
Profeta pasar cargando
su cruz.
Arrastrando al hijo, Lea
fue siguiendo por las
calles llorando y
sufriendo por ver el
estado del Maestro tan
amado. Josué, con sus
piernas pequeñas,
exhausto por la
caminata, tropezaba en
las piedras de la calle,
caía, se levantaba,
también llorando de
dolor por aquel hombre
que era tan bueno, ahora
todo herido por los
espinos de la corona que
le colocaron en la
cabeza.
Jesús fue crucificado,
junto a dos ladrones,
permaneciendo casi solo.
Sus amigos, todos
aquellos que lo
acompañaban, con raras
excepciones, habían
huido aterrorizados,
dejándolo solo.
Lea y el hijo
permanecieron allí,
junto a la multitud,
viendo ocurrir todo y
sin poder hacer nada. En
sus últimos instantes,
Jesús irguió los ojos
para lo Alto y dijo:
— Padre, perdónales,
pues ellos no saben lo
que hacen.
Aquellas palabras
quedaron grabadas en la
mente y en el corazón de
Josué. A pesar de ser
niño, él comprendió la
grandeza de aquel hombre
que, aún siendo
prendido, torturado y
crucificado, perdonaba a
sus verdugos, aquellos
que tanto lo habían
hecho sufrir.
Lea y el hijo dejaron el
lugar sólo cuando una
gran tempestad se
anunciaba, transformando
el día en noche.
Volviendo a casa, Lea
sólo hacía llorar. Josué
no dejaba de estar cerca
de la madrecita,
comprendiendo su
sufrimiento, que él
también sentía.
Así pasó una semana.
Cierto día, ellos oyeron
un alarido en la calle.
Las personas pasaban
alegres y gritaban:
— ¡Aleluya! ¡Aleluya!...
¡El Mesías no murió!
¡Hosannas al Señor! ¡Aleluya!
¡Aleluya!... |
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Todos salían a la calle
para ver lo que estaba
ocurriendo. Lea preguntó
a un hombre que contaba
lo que estaba
ocurriendo.
— ¡Ah! ¡Estamos
conmemorando la vuelta
del Mesías!
¡Jesús no murió! ¡Está
vivo!...
Perpleja, Lea indagó
nuevamente:
— Explíquese mejor, buen
hombre. ¡No puede ser!
¡Yo fui testigo de su
muerte en la cruz!...
— Crea, señora. Toda la
ciudad de Jerusalén ya
lo sabe. Jesús no murió.
Fue visto por Maria
Magdalena en la tumba;
después, cuando ella fue
a llevar el recado que
Él les había dado a los
otros, que estaban
escondidos en una casa
con miedo de ser
prendidos, nadie la
creyó. No obstante, el
Maestro apareció para
ellos, habló, comió con
ellos, llenándoles de
alegría.
Y, ya alejándose,
después de dar la
noticia tan importante,
él continuaba gritando:
— ¡Aleluya! ¡Aleluya!
¡Jesús estaba muerto y
renació! ¡Está
vivo! ¡Hosannas!
¡Hosannas!...
Una gran alegría
envolvió a todos. Lea
abrazaba al hijo Josué,
llena de felicidad.
— Entonces, todo lo que
Jesús decía era verdad.
¡Él predicaba la
inmortalidad del alma!
La muerte no existe!
Todos nosotros
continuaremos viviendo
eternamente.
En posesión de la
noticia tan
extraordinaria, Lea
decidió volver lo más
rápido posible para su
ciudad. Los familiares
querían que ella se
quedara, pero Lea
explicó:
— No puedo. Necesito
llevar la noticia de la
vuelta de Jesús para
nuestro pueblo. Allá,
nuestros amigos deben
estar sufriendo
bastante. ¡Necesito
llevarles esa alegría!
Así, despidiéndose de
los familiares y amigos
que dejaba, volvió para
su ciudad, llevando la
buena nueva. Todos
quedaron eufóricos al
saber que el Maestro
estaba vivo.
Y Lea, viendo la
reacción de ellos y
cuanto eso significó
para sus amigos, decidió
llevar la noticia para
otras localidades
vecinas, donde
ciertamente mucha gente
estaría sufriendo.
Feliz de la vida, Josué
acompañaba a su madre,
haciéndose un compañero
valioso.
Algunos años después,
después de la muerte de
Lea, el propio Josué
llevaría el mensaje del
Evangelio para otros
lugares, ayudando a las
personas, socorriéndolas
en sus dificultades e
iluminándolas con las
enseñanzas de su querido
Maestro
Jesús.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, aos
15/10/2012.)
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