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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 6 285 – 4 de Noviembre de 2012

Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org
 

 

La vuelta de Jesús

 

Como tanta gente, Lea y el hijo salieron de la ciudad natal viajando hasta Jerusalén, en virtud de las conmemoraciones de la Pascua, quedando hospedados en casa de parientes, que los recibieron con satisfacción.

Al día siguiente, según informaciones que corrían de boca en boca, el Profeta se aproximaba a la ciudad y una multitud se amontonaba a la espera de él. Era un día de muchas alegrías. El pequeño Josué caminaba con su madre por las calles de Jerusalén, dirigiéndose al lugar por donde el Profeta debería pasar.
 

No tardó mucho, oyeron el alarido de aquellos que lo acompañaban. Así, fue con gran emoción que Josué vio a Jesús, montado en un burrito, cercado por la multitud que agitaba ramos sobre las cabezas en señal de alegría, diciendo palabras de alabanza.

— ¡Mira, Josué! El Mesías tan aguardado  por  nuestro  pueblo

durante siglos está entrando victorioso en Jerusalén. ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Hosannas al Señor! — gritaba la madre, feliz.

Y Josué le repetía las palabras, con el corazoncito lleno de amor: — ¡Aleluya! ¡Aleluya!...

Algunos días después, haciendo compras en el mercado, Lea oyó decir que el Profeta fue prendido en la noche anterior por los soldados romanos. Había sido juzgado y condenado a la muerte en la cruz.  

Entonces, desesperada, Lea salió por las calles a la búsqueda de más noticias. Encontró una enorme multitud que se aglomeraba para ver al Profeta pasar cargando su cruz.  

Arrastrando al hijo, Lea fue siguiendo por las calles llorando y sufriendo por ver el estado del Maestro tan amado. Josué, con sus piernas pequeñas, exhausto por la caminata, tropezaba en las piedras de la calle, caía, se levantaba, también llorando de dolor por aquel hombre que era tan bueno, ahora todo herido por los espinos de la corona que le colocaron en la cabeza.

Jesús fue crucificado, junto a dos ladrones, permaneciendo casi solo. Sus amigos, todos aquellos que lo acompañaban, con raras excepciones, habían huido aterrorizados, dejándolo solo.

Lea y el hijo permanecieron allí, junto a la multitud, viendo ocurrir todo y sin poder hacer nada. En sus últimos instantes, Jesús irguió los ojos para lo Alto y dijo:

— Padre, perdónales, pues ellos no saben lo que hacen.
 

Aquellas palabras quedaron grabadas en la mente y en el corazón de Josué. A pesar de ser niño, él comprendió la grandeza de aquel hombre que, aún siendo prendido, torturado y crucificado, perdonaba a sus verdugos, aquellos que tanto lo habían hecho sufrir.

Lea y el hijo dejaron el lugar sólo cuando una gran tempestad se anunciaba, transformando el día en noche.

Volviendo a casa, Lea sólo hacía llorar. Josué no dejaba de estar cerca de la madrecita, comprendiendo su sufrimiento, que él también sentía.

Así pasó una semana. Cierto día, ellos oyeron un alarido en la calle. Las personas pasaban alegres y gritaban:

— ¡Aleluya! ¡Aleluya!... ¡El Mesías no murió! ¡Hosannas al Señor! ¡Aleluya! ¡Aleluya!...

Todos salían a la calle para ver lo que estaba ocurriendo. Lea preguntó a un hombre que contaba lo que estaba ocurriendo.

— ¡Ah! ¡Estamos conmemorando la vuelta del Mesías! ¡Jesús no murió! ¡Está vivo!...

Perpleja, Lea indagó nuevamente:

— Explíquese mejor, buen hombre. ¡No puede ser! ¡Yo fui testigo de su muerte en la cruz!...

— Crea, señora. Toda la ciudad de Jerusalén ya lo sabe. Jesús no murió. Fue visto por Maria Magdalena en la tumba; después, cuando ella fue a llevar el recado que Él les había dado a los otros, que estaban escondidos en una casa con miedo de ser prendidos, nadie la creyó. No obstante, el Maestro apareció para ellos, habló, comió con ellos, llenándoles de alegría.

Y, ya alejándose, después de dar la noticia tan importante, él continuaba gritando:

— ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Jesús estaba muerto y renació! ¡Está vivo!  ¡Hosannas! ¡Hosannas!...

Una gran alegría envolvió a todos. Lea abrazaba al hijo Josué, llena de felicidad.

— Entonces, todo lo que Jesús decía era verdad. ¡Él predicaba la inmortalidad del alma! La muerte no existe! Todos nosotros continuaremos viviendo eternamente.

En posesión de la noticia tan extraordinaria, Lea decidió volver lo más rápido posible para su ciudad. Los familiares querían que ella se quedara, pero Lea explicó:

— No puedo. Necesito llevar la noticia de la vuelta de Jesús para nuestro pueblo. Allá, nuestros amigos deben estar sufriendo bastante. ¡Necesito llevarles esa alegría!

Así, despidiéndose de los familiares y amigos que dejaba, volvió para su ciudad, llevando la buena nueva. Todos quedaron eufóricos al saber que el Maestro estaba vivo.

Y Lea, viendo la reacción de ellos y cuanto eso significó para sus amigos, decidió llevar la noticia para otras localidades vecinas, donde ciertamente mucha gente estaría sufriendo.

Feliz de la vida, Josué acompañaba a su madre, haciéndose un compañero valioso.

Algunos años después, después de la muerte de Lea, el propio Josué llevaría el mensaje del Evangelio para otros lugares, ayudando a las personas, socorriéndolas en sus dificultades e iluminándolas con las enseñanzas de su querido Maestro Jesús.                                     

MEIMEI
 

(Recebida por Célia X. de Camargo, em Rolândia-PR, aos 15/10/2012.) 




                                                                                   



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Revista Semanal de Divulgación Espirita